Miren, oiga, lo que está haciendo este señor me está obligando a hacerme, irremediable, inexorablemente, fan de Apichatpong Weerasethakul, aunque su nombre sea más difícil de recordar (y de nombrar) que la lista de los reyes godos. Su penúltima (¿travesura? ¿obra de arte? ¿ambas?) aventura cinematográfica de larga duración, titulada “Síndromes y un siglo”, ahonda en las características y virtudes del director tailandés hasta un extremo que raya, por un lado, en el videoarte y, por otro, en el orgasmo (al menos, el mío).
La trama, ya podéis olvidaros de ella. Apuntad: imágenes hipnotizantes, personajes divagantes que saltan de la ficción a la realidad del propio rodaje sin brusquedad, y un poso permanente, casi doloroso de melancolía, de extrañeza por tratar de asir algo y regresar con las manos vacías. Aunque el alma, o el corazón, sí que ha sido tocado.
No se puede explicar una película de Apichatpong Weerasethakul. Síndromes y un siglo, mucho menos. Hay que verla.